Archivo de septiembre 2006

10
Sep
06

Robert y Gabi.

Lo vi por primera vez hace cosa de un mes. Se le veía a la legua la cara de extranjero. Iba descamisado, con una gorra roja, un bañador y una mochila que fácilmente podría haber dado ya alguna que otra vuelta a toda Europa. A su lado, con el alegre y rápido caminar de los cachorros iba ella, atigrada, marrón y preciosa.

Empecé a verlos con cierta frecuencia, pero como mi perra asustaba a la perrita, no me acercaba mucho. Siempre los veía jugando a los dos, él gritándole, ella girando rápidamente a su alrededor, mordiéndole los tobillos y echando a correr. O bien a la hora de la canícula, en uno de los bancos que tienen sombra, sesteando, ella encima de él, o a su lado.

Siempre me he preguntado por el destino de los perros de los vagabundos. Es la mayor de todas las lealtades. Un perro, que es por naturaleza un animal salvaje pero noble, que podría separarse perfectamente del amo -que apenas tiene para poder alimentarle- e irse a buscarse la vida por ahí como hacen el resto de los animales… ¿Qué extraño y poderoso vínculo lo mantiene junto a la persona que lo lleva de un lado a otro, sin apenas poder darle de comer? Si el perro es el mejor amigo del hombre, el perro del vagabundo es su único amigo.

Por eso se me partió el corazón cuando lo vi a él solo acercarse a mí, con los ojos enrojecidos, angustiado y con la pena pintada en la cara y me preguntó en su pobre español si había visto a su perrita.

Aquella noche dormí mal, y no por el agobiante calor. No podía dejar de pensar en ese pobre hombre que acababa de perder en un lugar extraño a él a su única amiga, a su compañera de destinos, a su cachorro. Al único ser, en definitiva, que daría la vida por él. Y pensaba en lo que podría haberle ocurrido a la pobre perrita. No quería ni imaginar qué es lo que le podía haber pasado. Por desgracia tenía demasiado fresco en la memoria el capítulo titulado “El viento negro” de “La piel” de Curcio Malaparte. Él describe una situación parecida, habla de cuando se le perdió su perro, de su angustia buscándolo y del horrible momento del reencuentro. Horrible.

Ni siquiera la alegría de haber hecho bien el primer examen era capaz de hacerme olvidar la cara de desesperación, de angustia, de ese pobre hombre. Se me partió el alma cuando lo vi al día siguiente, sentado en un banco de la plaza, con la mirada perdida y los ojos hinchados. Estaba como ido. No me hizo falta preguntarle para saber que no la había encontrado.

Quiso el destino que fuera andando por el paseo marítimo esa tarde. Quiso el destino que me diera por leer un cartel a bolígrafo que alguien había pegado en una farola. Quiso el destino que llevara bolígrafo y papel encima. Me dio un vuelco el corazón al leer que buscaban al dueño de una perrita marrón atigrada. Apunté de inmediato el teléfono y al pasar frente a la plaza quiso también el destino que él estuviera allí. Nunca, nunca olvidaré cómo cambió su expresión al decirle lo que había encontrado, cómo le temblaba la voz, las manos, el cuerpo entero… Estaba como muerto y eso pareció devolverlo a la vida. No estaba exactamente contento. Estaba sobreexcitado, nervioso, como queriendo hacer algo y no saber el qué. Le di el número de teléfono, y lo dejé ahí, sin saber si sentarse, ponerse de pié, ir a un sitio, a otro… Aun me parece que fui un idiota al no llamar yo desde mi móvil con él delante. Es algo que ni siquiera se me pasó por la cabeza hasta algunas horas más tarde, de tan ansioso que estaba yo también de conocer el desenlace de la historia. Me dije a mí mismo que era un estúpido. Siendo un vagabundo seguro que el simple hecho de llamar por teléfono supondría para él un desembolso importante. Y además, con su precario español, puede que gastara todo su dinero intentando entender lo que le decían.

Volví por la tarde, dispuesto a subsanar mi error. Pero no hizo falta. Una enorme sonrisa apareció en su cara al verme. A su lado, pegada a él, medio dormida en el asiento de la plaza, estaba la perrita. En sus ojos aparecieron el brillo de las lágrimas cuando me dijo: “¡La encontré! ¡Muchas gracias, amigo! ¡Soy muy feliz!”. Charlamos un rato. Estaba eufórico. No dejaba de mirarla. Me dijo que le habían dado de comer, y algo de dinero también. Se habían portado muy bien con él, y también con la perra. Yo pensé que no había sabido portarme tan bien como los demás. Pero sus palabras lo desmintieron: “Gracias. Tú me la has devuelto. Tú hacer a mí feliz.”

Me dijo que se llamaba Robert, que era polaco, que su perrita se llamaba Gabi y que tenía tan solo dos meses. Me dijo que se fue de Polonia porque “allí no poder estar”, mientras me enseñaba sus manos llenas de cicatrices y marcas.

Oscurecía. La placita estaba llena de niños jugando con las bicis o al fútbol, de madres sentadas en los bancos, de grupitos de adolescentes, de algunas parejitas y de gente paseando a sus perros. Las farolas se iban encendiendo. Los insectos se arremolinaban alrededor de cada una de ellas. Y mi perra y yo los vimos alejarse a ambos por el extremo de la plaza, hasta que desaparecieron al doblar la esquina de una de las calle la flanquean.

Pensé en que la mayoría de la gente que llenaba en ese momento la plaza era absolutamente ajena a la historia que acababa de concluir allí. Pensé en las miles de historias igual o más trágicas de desapariciones, de búsquedas infructuosas o de encuentros macabros, de tantas y tantas historias de gente angustiada buscando a un ser querido desaparecido, no necesariamente un perro. Pensé en tantas y tantas historias como esa que nunca terminan o que terminan mal… Me alegré de haber ayudado a hacer que al menos esa historia terminara bien.

Por primera vez en algún tiempo sentía que había hecho feliz a alguien. Realmente feliz. Por primera vez en algún tiempo me sentí realmente bien.




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