El sol, anaranjado, se hunde lentamente en un mar
celeste, de un color tan intenso que parece brillar con luz propia. De
hecho da la impresión que al irse el sol el mar podría seguir
iluminando el mundo. Ni una sola nube se atisba en toda la cúpula
celeste, limpia como el copón de una iglesia.
Golondrinas y vencejos compiten en sus rápidos vuelos entre las casas,
gritando y haciendo que todos se giren a mirar. Van y vienen por las
calles, planeando, casi sin mover las alas, siempre a una velocidad
vertiginosa.
Los geranios cuelgan de los balcones inundando de color el hueco oscuro
con el que los barrotes pintados de espeso negro hieren las blancas
fachadas de cal. En patios, ventanas y azoteas los perros se ladran
unos a otros, comunicándose de lejos, desafiando al calor que empieza a
dejar paso a horas algo más frescas y agradables.
Mientras los negocios van cerrando casi al compás, bajando todos la
persiana metálica, los chicucos siguen abiertos, con sus almaceneros
encerrados tras un mostrador de gastada madera cubierta en su parte
superior por un cristal aun más desgastado por el caer y arrastrar de
las monedas. Del techo cuelgan los jamones y los embutidos, en las
estanterías color crema con los bordes rojos se apilan las latas de
conservas, paquetes de arroz, de café, de azúcar, botellas de vinagre,
de vino, de aceite y de licores. Van entrando y saliendo en el local
los clientes, bien los mayores para tomar allí unas cervezas o unas
copas de vino, bien los chavales buscando cartones de tinto o de
sangría, o botellas de cerveza, o bolsas de hielo, o lotes de wisky.
En los parques las moscas revolotean alrededor de las naranjas abiertas
al caer o de aquellas verdes y ya mohosas que aun permanecen en las
ramas. Se van cerrando las flores de jazmín y de azahar, mientras que
los capullos de dama de noche empiezan a inundar de su especial
fragancia el ambiente que los circunda, tan sólo mecido por la brisa
marina.
El crepúsculo avanza a medida que los grillos arremeten con ánimo su
monótona sintonía y las primeras estrellas empiezan a despuntar por
oriente. Las farolas despiertan de su sueño diurno y van aumentando la
intensidad de su luz conforme se van desperezando, mientras que
legiones de mosquitos, mariposas, polillas y murciélagos se arremolinan
a su alrededor en una danza caníbal.
Los chicos van llegando y se concentran alrededor de los bancos. La
charla es fluida, sale sola. Risas, miradas, comentarios… Se van
enamorando y desenamorando poco a poco al calor de la cerveza. El aire
se llena de risas, de suspiros, de palabras… Mientras tanto en las
casapuertas las personas mayores se sientan en sillas de playa a tomar
el fresco y disfrutar de la noche. La calma parece invadirlo todo,
invitada por la temperatura y por el continuo cantar de los grillos.
En la playa aparecen las primeras barbacoas. El humo se eleva
transportando los olores de la carne, las caballas, los pinchitos, las
chuletas… La sangría corre, los cubatas se suceden, el apetito se
aplaca y aparece otra clase de apetito. Suena la guitarra, en la
oscuridad se cruzan las miradas, las sonrisas brotan espontaneamente al
comprobar como los ojos que ahora huyen miraban hace un momento. Las
canciones son la excusa perfecta para revelar los sentimientos sin que
nadie se entere. La música cesa y deja paso a la palabra, primero los
chistes, las carcajadas, la risa fácil… Luego la conversación en
común que poco a poco se transforma en conversaciones privadas a dos o
tres bandas. Juegos de palabras, ligoteo, sonrisas tontas… Y la playa
para consumar el amor, para los besos furtivos, para la intimidad. Las
olas acompañan con su sincopada melodía el secreto de la noche del que
sólo el cielo cuajado de estrellas es testigo. La noche se muestra como
un gran pañuelo azul lleno de gotitas de luz que dibujan sus extrañas
configuraciones geométricas.
El sueño llega poco a poco. Todos van lentamente a dormir, algunos
embargados por el goce del amor, por la ilusión de un nuevo comienzo,
otros pensando en sus problemas, algún corazón que se rompe y llora
hasta dormirse… Con suavidad pero sin detenerse todo se va calmando,
y sólo queda el rumor de las olas, el canto de los grillos, el lento
caminar de las estrellas y de la luna por su camino a través del
firmamento. Todo duerme mientras por oriente comienzan a aparecer los
primeros indicios de la claridad. Tan sólo una horas después los
pájaros romperán su descanso anunciando un nuevo día.
La primavera está en su máximo explendor.
celeste, de un color tan intenso que parece brillar con luz propia. De
hecho da la impresión que al irse el sol el mar podría seguir
iluminando el mundo. Ni una sola nube se atisba en toda la cúpula
celeste, limpia como el copón de una iglesia.
Golondrinas y vencejos compiten en sus rápidos vuelos entre las casas,
gritando y haciendo que todos se giren a mirar. Van y vienen por las
calles, planeando, casi sin mover las alas, siempre a una velocidad
vertiginosa.
Los geranios cuelgan de los balcones inundando de color el hueco oscuro
con el que los barrotes pintados de espeso negro hieren las blancas
fachadas de cal. En patios, ventanas y azoteas los perros se ladran
unos a otros, comunicándose de lejos, desafiando al calor que empieza a
dejar paso a horas algo más frescas y agradables.
Mientras los negocios van cerrando casi al compás, bajando todos la
persiana metálica, los chicucos siguen abiertos, con sus almaceneros
encerrados tras un mostrador de gastada madera cubierta en su parte
superior por un cristal aun más desgastado por el caer y arrastrar de
las monedas. Del techo cuelgan los jamones y los embutidos, en las
estanterías color crema con los bordes rojos se apilan las latas de
conservas, paquetes de arroz, de café, de azúcar, botellas de vinagre,
de vino, de aceite y de licores. Van entrando y saliendo en el local
los clientes, bien los mayores para tomar allí unas cervezas o unas
copas de vino, bien los chavales buscando cartones de tinto o de
sangría, o botellas de cerveza, o bolsas de hielo, o lotes de wisky.
En los parques las moscas revolotean alrededor de las naranjas abiertas
al caer o de aquellas verdes y ya mohosas que aun permanecen en las
ramas. Se van cerrando las flores de jazmín y de azahar, mientras que
los capullos de dama de noche empiezan a inundar de su especial
fragancia el ambiente que los circunda, tan sólo mecido por la brisa
marina.
El crepúsculo avanza a medida que los grillos arremeten con ánimo su
monótona sintonía y las primeras estrellas empiezan a despuntar por
oriente. Las farolas despiertan de su sueño diurno y van aumentando la
intensidad de su luz conforme se van desperezando, mientras que
legiones de mosquitos, mariposas, polillas y murciélagos se arremolinan
a su alrededor en una danza caníbal.
Los chicos van llegando y se concentran alrededor de los bancos. La
charla es fluida, sale sola. Risas, miradas, comentarios… Se van
enamorando y desenamorando poco a poco al calor de la cerveza. El aire
se llena de risas, de suspiros, de palabras… Mientras tanto en las
casapuertas las personas mayores se sientan en sillas de playa a tomar
el fresco y disfrutar de la noche. La calma parece invadirlo todo,
invitada por la temperatura y por el continuo cantar de los grillos.
En la playa aparecen las primeras barbacoas. El humo se eleva
transportando los olores de la carne, las caballas, los pinchitos, las
chuletas… La sangría corre, los cubatas se suceden, el apetito se
aplaca y aparece otra clase de apetito. Suena la guitarra, en la
oscuridad se cruzan las miradas, las sonrisas brotan espontaneamente al
comprobar como los ojos que ahora huyen miraban hace un momento. Las
canciones son la excusa perfecta para revelar los sentimientos sin que
nadie se entere. La música cesa y deja paso a la palabra, primero los
chistes, las carcajadas, la risa fácil… Luego la conversación en
común que poco a poco se transforma en conversaciones privadas a dos o
tres bandas. Juegos de palabras, ligoteo, sonrisas tontas… Y la playa
para consumar el amor, para los besos furtivos, para la intimidad. Las
olas acompañan con su sincopada melodía el secreto de la noche del que
sólo el cielo cuajado de estrellas es testigo. La noche se muestra como
un gran pañuelo azul lleno de gotitas de luz que dibujan sus extrañas
configuraciones geométricas.
El sueño llega poco a poco. Todos van lentamente a dormir, algunos
embargados por el goce del amor, por la ilusión de un nuevo comienzo,
otros pensando en sus problemas, algún corazón que se rompe y llora
hasta dormirse… Con suavidad pero sin detenerse todo se va calmando,
y sólo queda el rumor de las olas, el canto de los grillos, el lento
caminar de las estrellas y de la luna por su camino a través del
firmamento. Todo duerme mientras por oriente comienzan a aparecer los
primeros indicios de la claridad. Tan sólo una horas después los
pájaros romperán su descanso anunciando un nuevo día.
La primavera está en su máximo explendor.