Archivo de noviembre 2005
Y seguimos con las mismas…
Contesto: La unidad de España.
La Unidad de España.
En 1469 contraen matrimonio secreto los príncipes herederos del Reino de Catilla (isabel) y de la corona de Aragón (Fernando). Con esto queda evidenciado que sus herederos reinarán en ambos estados al mismo tiempo, posibilitando de hecho la unificación de lo que hoy conocemos como España. Este matrimonio se realiza en secreto, pero las Cortes de los reinos que componen la Corona de Aragón presionan a su rey para que se estableaca un pacto por el cual los respectivos reinos de la Corona de Aragón mantendrán sus instituciones, su capacidad recaudativa y legislativa y su integridad territorial, y este respeto no sólo lo deberá mantener Fernando, sino también sus herederos. No hay que olvidar que aunque un rey tuviera un hijo, las Cortes de su país debían reconocerlo como heredero. así que aunque Fernando reinara en la Corona de Aragón, sus descendientes podían no ser considerados como herederos de esos reinos mientras que las Cortes de cada reino no los reconocieran como tales.
Hay que entender cómo era la Corona de Aragón durante la Edad Media. A posteriori nos parece un estado más, pero se trataba de un estado peculiar: era un conjunto de reinos, cada uno con sus propias cortes, muchos con idioma propio, regidos por un único rey, cuya autoriadad no era discutida, pero que tenía unas limitadas funciones como rey desde el punto de vista global. ¿Qué quiere decir esto? Que las Cortes de los distintos territorios -los Condados Catalanes, el Reino de Aragón, el Reino de Mallorca (que englobaba a la actual Comunidad Autónoma de las Islas Baleares), el Reino de Valencia y el Reino de Nápoles y Sicilia (que comprendía todo el tercio sur de Italia, incluidas las islas de Sicilia, Cerdeña y Malta, entre otras)- funcionaban de manera independiente, legislando y recaudando impuestos, expresándose en sus propias lenguas (catalán en los Condados Catalanes, en el Reino de Valencia y en el Reino de Mallorca -aun no había esa diferencia lingüistica que reclaman los valencianos para con su lengua-, aranés (un dialecto de la antigua lengua Oc, aquella en la que se expresaban los trovadores de la Corte de Leonor de Aquitania) en el Valle de Arán, Aragonés en el Reino de Aragón y los dialectos napolitanos y sicilianos del italiano en el Reino de Nápoles y Sicilia. Cada reino tenía su economía propia, siendo las de Aragón y Nápoles y Sicilia de caracter agrícola, las de Valencia y los Condados Catalanes de caracter más comercial e industrial, pero todos se beneficiaban del intenso comercio con las repúblicas italianas (Génova, Pisa, Venecia, Florencia y Siena), Constantinopla, Tierra Santa, pero también (algo que ahora parece que se quisiera silenciar) con los países del norte de África (Egipto, Libia, Tunez, Fez, Marrakesh…), la Siria de Saladino e incluso «el moro infiel» de Al-Andalus. Disfrutaban de una economía boyante, que era capaz de posibilitar el desarrollo de estas regiones. Todos estos reinos tenían amplias diferencias legislativas, lingüísticas y culturales, pero todos se sentían integrados en un mismo Estado, la Corona de Aragón, con un único Rey, con una única moneda, y con banderas distintas pero inspiradas en un mismo motivo: la senyera, cuatro barras rojas verticales sobre fondo dorado.
¿Por qué esta singular estructura federal? Bueno, los Condados Catalanes, como su propio nombre indica, son la reunión de distintos territorios comarcales dominados por distintos señores feudales que prestan vasallaje al Conde de Barcelona. El Reino de Aragón por su parte tiene por origen en los territorios feudales en los que se fragmenta la Marca Hipánica de la dinastía carolingia (al igual que los Condados Catalanes), y sufre distintas suertes hasta convertirse en reino independiente con los descendientes de Sancho III de Navarra. La unidad en la Corona de Aragón se produce en 1164 con Alfonso II el Casto, quien decide respetar la independencia de ambos territorios. Lo curioso es que cuando los monarcas aragoneses se deciden a conquistar por el Sur y por el Este (en Italia), en lugar de someter los territorios a su autoridad directa o vioncularlos con las Cortes de alguno de sus reinos, decide crear en esos territorios Cortes propias, con capacidad legislativa, administrativa y recaudatoria. La Corona de Aragón es un estado medieval, monárquico, feudal, pero con vocación federal desde sus orígenes.
Por su parte, el Reino de Castilla tiene otra forma de ser, mucho más centralizada. Aunque nominalmente el Rey de Castilla lo sea también de los Reinos de León, Asturias, Galicia, Toledo, Murcia, Jaén, Córdoba, Sevilla, Granada, Gibraltar, Extremadura (y creo que no se me olvida ninguno), de hecho y de derecho, esos títulos son meramente nominales, puesto que las Cortes son únicas en todo el territorio del Reino de Castilla. No es de extrañar que las Cortes de los distintos reinos de la Corona de Aragón recelaran de tener por rey al Rey de Castilla, y se aseguraran bien de mantener todos sus derechos intactos para aceptar esa unión.
En seguida vienen a reinar los Habsburgo, con Carlos I. Maximiliano, abuelo de Carlos, era Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que es una de las instituciones políticas más complejas que ha existido. El emperador era elegido entre una serie de nobles que dominaran en los territorios del Imperio y tenía, en el siglo XV, un poder casi nominal fuera de los territorios en los que dominase por derechos dinásticos. Maximiliano era Rey de Austria, Bohemia y el Tirolesado, y a la sazón estaba casado con María de Borgoña, que era reina de la Corona de Borgoña, un reguero de territorios del corazón de Europa, que comprendía territorios como Flandes (la actual Bélgica), Holanda, el Franco Condado, Alsacia y Lorena (actualmente, en el extremo nororiental de Francia), aunque curiosamente habían perdido el poder sobre la propia Borgoña. Esta Corona era un conjunto de estados muy dispares -más aun que los que formaban la Corona de Aragón-, independizados todos ellos del Reino de Francia, que tenían distintas Cortes, y que resultaban difíciles de gobernar como conjunto. Ante la disparidad de territorios a gobernar, con la cantidad de idiomas propios que tenían, así como de sistemas de gobierno y legislaciones propias, Carlos decide ni siquiera intentar cambiar la situación de la corona aragonesa, decisión hecha propias por sus descendientes.
Por cierto, ninguno de estos reyes decide ponerse el título de Rey de Hispania, todo lo más «Rey hispánico». Por entonces Hispania es no es un Estado, sino una realidad geográfica, que incluía a todos los reinos de la Península Ibérica, también a Portugal. Portugal era de Hispania, como ahora tampoco dudamos al decir que Noruega es un país europeo (aunque Noruega no pertenezca a la Unión Europea). Eso fue así incluso bajo el reinado de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, reyes también de Portugal.
En la edición IV centenario de Don Quijote de la Mancha que las 21 academias de la lengua castellana del mundo han editado conjuntamente, Mario Vargas Llosa (autor peruano nacionalizado español) escribe en su introducción titulada «Una novela para el siglo XXI»:
<<¿Cuál es la imagen de España que se levanta de las páginas de la novela cervantina? La de un mundo vasto y diverso, sin fronteras geográficas, constituido por un archipiélago de comunidades, aldeas y pueblos, a los que los personajes dan el nombre de «patrias». >> […] <<A lo largo de sus tres salidas, el Quijote recorre la Mancha y parte de Aragón y Cataluña, pero, por la procedencia de muchos personajes y referencias a lugares y cosas en el curso de la narración y de los diálogos, España aparece como un espacio mucho más vasto, cohesionado en su diversidad geográfica y cultural y de unas inciertas fronteras que parecen definirse en función no de territorios y demarcaciones administrativas, sino religiosas: España termina en aquellos límites vagos, y concretamente marinos, donde comienzan los dominios del moro, el enemigo religioso. Pero, al mismo tiempo que España es el contexto y horizonte plural e insoslayable de la relativamente pequeña geografía que recorren don Quijote y Sancho Panza, lo que resalta y se exhibe con gran color y simpatía es la «patria», ese espacio concreto y humano, que la memoria puede abarcar, un paisaje, unas gentes, unos usos y costumbres que el hombre y la mujer conservan en sus recuerdos como un patrimonio personal y que son sus mejores credenciales. Los personajes de la novela viajan por el mundo, se podría decir, con sus pueblos y aldeas a cuestas. Se presentan dando esa referencia sobre ellos mismos, su «patria», y todos recuerdan esas pequeñas comunidades donde han dejado amores, amigos, familias, viviendas y animales, con irreprimible nostalgia.>> […]<< Como, con el paso del tiempo, esta idea de «patria» iría desmaterializándose y acercándose cada vez más a la idea de nación (que sólo nace en el siglo XIX) hasta confundirse con ella, conviene precisar que las «patrias» del Quijote no tienen nada que ver, y son más bien írritas, a ese concepto abstracto, general, esquemático y esencialmente político, que es el de nación y que está en la raíz de todos los nacionalismos, una ideología colectivista que pretende definir a los individuos por su pertenencia a un conglomerado humano al que ciertos rasgos característicos -la raza, la lengua, la religión- habrían impuesto una personalidad específica y diferenciable de las otras. Esta concepción está en las antípodas del individualismo exaltado del que hace gala don Quijote y quienes lo acompañan en la novela de Cervantes, un mundo en el que el «patriotismo» es un sentimiento generoso y positivo, de amor al terruño y a los suyos, a la memoria y al pasado familiar, y no una manera de diferenciarse, excluirse y elevar fronteras contra los «otros». La España del Quijote no tiene fronteras y es un mundo plural y abigarrado, de incontables patrias, que se abre al mundo de afuera y se confunde con él, a la vez, que abre sus puertas a los que vienen a ella de otros lares, siempre y cuando lo hagan en son de paz, y salven de algún modo el escollo (insuperable para la mentalidad contrarreformista de la época) de la religión (es decir, convirtiéndose al cristianismo).>> (Mario Vargas Llosa, «Una novela para el siglo XXI», en la introducción a «Don Quijote de la Mancha», Edición IV Centenario,Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española, Editorial Alfaguara, 2004; también disponible en http://www.el-nacional.com/especiales/quijote/prologo2.asp)
España es entonces, de hecho, un estado federal.
En 1700 muere sin descendencia el rey Carlos II. En su testamento deja su herencia a Felipe de Borbón, Duque de Anjou, nieto de su sobrino Luís XIV de Francia (el Rey Sol, casado con Mariana de Austria, hermana mayor de Carlos II). Francia es por entonces el estado más poderoso de Europa, y amenaza con convertirse en un inmenso monstruo. Inglaterra y Holanda observan preocupadas cómo Francia y España van a ser gobernadas por dos reyes que son primos entre sí, dominando buena parte del territorio de la Europa occidental -no hay que olvidar que la herencia de Carlos II incluye Bélgica, Milán, el Franco Condado (región de la Francia nororiental) y el tercio sur de Italia, además de la actual España- y los inmensos territorios españoles y franceses en América, y deciden apoyar las aspiraciones de Carlos de Habsburgo, segundo hijo del Emperador Leopoldo I de Austria (hijo que tuvo con Leonora-Magdalena de Pfalz-Neuburg, su tercera esposa, que por tanto no tenía derechos sobre el trono español). La situación es que José, su primer hijo, lo es también de otra hermana de Carlos II, pero los problemas que Inglaterra y Holanda objetan a Felipe los mantienen con José, así que deciden que sea su segundo hijo, Carlos, quien opte al trono español. Y ese hubiese sido el Rey de España si, cuando Carlos estaba apunto de ganar definitivamente la guerra, no llega a morir repentinamente José I sin descendencia, y heredar Carlos la corona austríaca. En ese momento Inglaterra y Holanda le retiran su apoyo, temerosas de un monarca que volvería a tener, dos siglos después, todo el poder de Carlos V, y él mismo decide abandonar sus opciones.
Acabada la Guerra de Sucesión se firma la paz en el Tratado de Utrecht (dicho sea de paso, probablemente el tratado de paz más vergonzoso para un bando vencedor: además de ceder a los perdedores los territorios europeos no hispánicos de la herencia de Carlos II, se cede temporalmente a Inglaterra el control de Florida, Menorca y Gibraltar; medio siglo después, para recuperar antes de tiempo el control sobre Florida y Menorca, se cede, en una pésima jugada, de forma indefinida el control sobre Gibraltar a los ingleses, creando un problema frustrante para España de difícil solución), por el cual Felipe de Borbón hereda los dominios hispánicos de la herencia de Carlos II.
Felipe se ha educado en la corte de Versalles, teniendo como modelo a su abuelo Luís XIV de Francia, el Rey Sol, cuyo lema es «el Estado soy yo». Francia es un estado absolutamente centralizado, con un rey absoluto, practicante del despotismo ilustrado, que concentra en su persona todo el poder del Estado como hasta entonces ningún monarca lo había ejercido. Declara que el es rey por designio divino, y que por lo tanto nadie puede discutirle las decisiones. Es la culminación de un proceso, iniciado con la Guerra de los Cien Años, en el que la corona francesa va adquiriendo cada vez más y más poder sobre los territorios que no controla directamente, eliminando el sistema feudal y controlando directamente los territorios, sin nobleza que sirva de intermediarios. Que todo el poder resida en el Rey implica que todos los asuntos deben viajar hasta él, con lo que Versalles se convierte en el centro de Francia. Así, Francia es el estado centralizado por excelencia.
Felipe, como es natural, quiere hacer de España la imagen ibérica de Francia. Eso implica eliminar los derechos que tienen las Cortes de los distintos reinos de la Corona de Aragón y centralizar todo el poder en uno solo. Es fácil de comprender que la Corona de Aragón se decantara por Carlos de Habsburgo durante la Guerra de Sucesión.
Felipe de Borbón llega a sus nuevos dominios y emprende una transformación del sistema que haga que sus territorios se parezcan mucho más a la Francia a la que está tan acostumbrado, y mediante los Decretos de Nueva Planta elimina las instituciones administrativas de los reinos de la Corona Aragonesa (rompiendo el pacto entre la monarquía y las Cortes de la Corona Aragonesa de respeto mutuo) y extiende a esos territorios la idea centralista del Reino de Castilla. De hecho, Felipe V inventa España: se inventa una bandera (inspirada en la Senyera de la antigua Corona de Aragón), se inventa una nueva corte, toma arbitrariamente una melodía militar (sin letra, para más inri) muy popular en la época y la eleva a la catergoría de himno nacional, toma la numeración de los reyes de Castilla (hasta entonces en los distintos reinos de la Corona de Aragón, los reyes mantenían su propia numeración; así, por ejemplo, Carlos I lo era de Castilla, Aragón, Cataluña, Valencia y Mallorca, pero era Carlos II de Sicilia y Nápoles), toma como escudo de España el escudo de Castilla (para más vergüenza de los distintos reinos de la extinta Corona de Aragón), extiende a todo el Reino de España los sistemas legislativo y tributario del antiguo Reino de Castilla, e impone el idioma castellano como la única lengua oficial del Reino (lengua que, por cierto, él no hablaba, pues seguía expresándose en francés). En definitiva, Felipe V «se inventó» el Estado Español, un estado centralizado, pasando por encima de identidades culturales y de tradiciones preexistentes en sus dominios. Sólo respetó a la Iglesia.
No debe de resultar difícil de entender que los antiguos territorios que tenían derechos se mostrasen ariscos ante la nueva situación, y defendieran sus antiguos privilegios. En la Historia Universal hay dos principios que parecen repetirse siempre: si una nación se divide, tenderá a unirse, y si un colectivo se ve privado de sus derechos, nunca los olvidará, y pedirá lo perdido y más aun.
La situacón perdió una inmejorable oportunidad de solucionarse cien años más tarde con la Constitución de las Cortes de Cádiz. Pero fue a peor, ya que las provincias castellanas más tradicionalistas apoyaron luego al infante Don Carlos frente a la infanta Doña Isabel (luego Isabel II), apareciendo el carlismo. Con el triunfo de Isabel, se eliminan de las provincias de Vizcaia y de Navarra (provincias carlistas) unos ciertos privilegios forales que Felipe V les concedió por su apoyo durante la Guerra de Sucesión. Surge entonces el caldo de cultivo de los movimientos nacionalistas vascos que, en su forma más depravada, tanto dolor y sangre han costado a España hasta hoy. Con esto se consigue además que dos provincias tan pro-monárquicas como lo eran hasta entonces Navarra y Vizcaya (hoy el País Vasco) se conviertan en territorios separatistas (no tanto Navarra como Euskadi).
Últimamente no paro de escuchar que la unidad de España está en peligro. Yo pienso que no es así. Lo que está en peligro es una cierta visión de España, la cual dicho sea de paso no comparto. No hay más que echarle un vistazo a la historia -como he hecho- para ver cómo nuestro país ha existido bajo distintos sistemas y regímenes sin perder su unidad. España (tal vez no siempre son ese nombre) ha sido un Estado centralizado, federal o autonómico, pero siempre ha sido España. Hemos pasado de un Estado centralizado a uno autonómico, y ahora hay voces que reclaman el paso a un Estado federal. El estado federal tendría la ventaja de devolver a los catalanes (entre otros) el status que pedieron por los Decretos de Nueva Planta, que son históricamente la ruptura de un pacto de respeto entre las Cortes Catalanas (en el caso catalán) y la monarquía (léase el Estado). Fue un modelo que funcionó muy bien durante dos siglos, y que un hecho casual de la Historia (la Muerte repentina de José I de Austria) nos arrebató. El modelo federal, que tan bien funcinó en la Corona de Aragón durante siete siglos (primero de manera independiente y luego federalmente con el Reino de Castilla), no sólo permitió el ascenso boyante de la economía catalana, sino que sin «Principio de Solidaridad entre Territorios» alguno, las economías de todos los territorios de la Corona de Aragón se beneficiaron de él.
Con el proyecto de Estatut que se ha presentado en el Congreso de los Diputados queda representada la voluntad de autogobierno del 90% de la sociedad catalana (si tenemos en cuenta el respaldo que tuvo al aprovarse en el Parlament de Catalunya). Pero lo más interesante es que, en palabras de los líderes de CiU, este Estatut colma sus aspiraciones de autogobierno, es decir, que si el proyecto de Estatut sale adelante, se acabó el problema del enfrentamiento entre las instituciones catalanas y el Estado.
En los estados federales modernos (en aquellos donde «federal» no es un menor calificativo dentro del nombre y realmente tiene sentido) no hay tensiones territoriales. Pensemos en Estados Unidos, Alemania o Suiza. No sólo son estados federales, sino que sus economías son punteras. Un estado federal permite la vertebración de los territorios que lo componen. Al no haber un poder centralizado fuerte, a nivel regional y local las economías se vertebran solas, autónomamente, y de manera natural aparecen intercambios comerciales entre los territorios. Es más, al carecer de un centro neurálgico, las comunicaciones se potencian por igual entre todos los territorios, y esto facilita los intercambios de mercancías. Esto, evidentemente, no puede hacer otra cosa que dinamizar una economía y multiplicar la riqueza (es un axioma económico que los flujos de capital benefician a una economía).
Seguramente el caso suizo es el más espectacular. En Suiza, el poder principal a nivel administrativo es el Municipio. Éste, la institución más cercana al ciudadano, es el responsable de proveerle de la mayor cantidad de servicios y es el que más campos de poder abarca. Como quiera que ningún municipio puede hacerse cargo de todas las necesidades de sus habitantes, los municipios con caracteres comunes en custiones históricas, culturales, geográficas, lingüísticas, religiosas, etcétera, se reunen en los Cantones, que en extensión son equivalentes a nuestras provincias, pero que son estados federados, con altas competencias en multitud de materias. El Cantón es el punto clave de la administración suiza, al servir de puente entre el Estado y el Municipio. Los cantones tienen autonomía económica, y su capacidad de decisión es tal que funcionan casi como países. Aun así, no todas las necesidades, servicios y competencias pueden asumirlas los cantones, y ceden al estado (la Confederación Helvética, federación de los cantones) ciertas competencias comunes, como materias de comunicaciones e infraestructuras, política exterior, defensa o expedición de moneda. Este sistema federal permite a los cantones una altísima tasa de autonomía. Pero lo más importante es que el sistema, en lugar de ser de arriba a abajo (el poder no emana de las instituciones) va de abajo a arriba (el pueblo elige directamente a sus representantes municipales, que son los que más servicios deben prestarles). En este sistema las desigualdades territoriales dependerán sólo de la competencia o la negligencia de los representantes elegidos, de forma que las diferencias económicas entre los cantones no son apenas significativas. Por cierto, que hablamos de un país cuya materias primas son casi-exclusivamente ¡los prados y las vacas!
¿Es posible un sistema así en España? Es fácil pensar que el temperamento español no casa con el suizo, y que Suiza es muy distinta a España. Pero sin desdeñar esas pegas, un análisis algo más profundo puede matizarlas mucho. Suiza es un país montañoso, formado por valles bastante aislados los unos de los otros antes de la aparición de los ferrocarriles y los automóviles. Alrededor de los dos tercios de la población (centro, norte y buena parte del este del país) son de cultura y lengua alemana; alrededor del 20% (oeste del país) son francófonos; hay un 6% de italoparlantes (parte del sur), y aun hay una pequeña parte de la población cuya lengua materna es el Romanche, una lengua derivada del latín y que sólo se habla en unos cuantos cantones del sureste de Suiza. Por otro lado, cerca del 60% de los suizos son católicos, frente a un 35% de protestantes (repartidos entre luteranos y calvinistas) y siendo el resto de otras religiones. Para abundar en la diversidad, el 18% de la población es inmigrante. Ante un panorama de tal diversidad, ¿cómo se explica que si uno recorre de norte a sur y de este a oeste el país (como tuve la suerte de poder realizar) encuentre en todas partes que las familias ondean orgullosas en los patios de sus casa la bandera de la Confederación Helvética, independientemente del origen cultural, étnico, religioso y lingüístico?
La respuesta es bien sencilla: un estado federal, unas excelentes comunicaciones entre los distintos cantones -bien por ferrocarril, bien por carretera, bien por barco entre sus numerosos lagos-, y el hecho de que aun existiendo un idioma hablado por el 60% de la población, las cuatro lenguas (alemán, francés, italiano y romanche) son oficiales del estado. O sea, que todos los documentos a nivel nacional están escritos en los cuatro idiomas, todos los carteles también, todas las oficinas públicas atienden en los cuatro idiomas… Ninguno de los idiomas tiene administrativa, judicial ni oficialmente ninguna preminencia sobre los otros tres. Es más, para poder asegurar que dos ciudadanos suizos siempre se comprendan entre sí, en la escuela se enseña a los niños siempre dos de los idiomas oficiales del estado, distintos de su lengua materna (además, claro está, del inglés).
¿Qué problema habría en intentar implantar en España un modelo federal como el suizo? El problema no es que «se rompa España», que se acabe con la unidad nacional, ni nada parecido. Es un problema de autogestión. Si los gaditanos (me refiero a la provincia) pudiéramos gestionar nuestros propios recursos (el Puerto de la Bahía de Cádiz, el Aeropuerto de Jerez, las lineas ferroviarias, las carreteras, autopistas y autovías, el Puente José León de Carranza, los diversos puertos deportivos, preo también muchos bienes privados que ahora están en manos de particulares de fuera que los utilizan meramente como bienes de inversión, como los cientos de pisos y chalets diseminados por la costa, los hoteles, los aparcamientos públicos, etcétera), seguramente otro gallo nos cantare. El problema del federalismo en España es que para poder permitir que un pueblo se autogestione hay que reventar muchos bolsillos y hay que empezar a cuestionar muchas relaciones económicas que hasta ahora, silenciadas porque benefician a unos pocos, a nadie se le había ocurrido poner en tela de juicio. ¿Por qué no hacer autovías y autopistas que unan directamente Andalucía con el Levante, La Mancha, Extremadura o Cataluña? ¿Por qué no establecer una verdadera red de ferrocarriles que interconecten territorios que hasta ahora sólo están conectados através de Madrid? ¿Por qué las fresas de Huelva han de tener que pasar por Madrid para que lleguen a León, a Valencia o a Santiago? ¿No será que así los intermediarios pueden imponer sus precios y hacer dinero a costa de agricultores y consumidores? Y la fresa es uno solo de los miles de ejemplos posibles. Lo cierto es que en Madrid se ha asentado una clase empresarial muy influeyente que está sacando pingües beneficios de la centralización económica del Estado, y es esa misma clase empresarial la que ve con temor la posibilidad de que el federalismo abra las vías de la vertebración de los territorios en España, la creación de economías que escapen a su control y la perdida de poder, y consecuentemente, de dinero que eso les supondría.