Archivo de marzo 2010

05
Mar
10

Pesimismo y Optimismo

Lo reconozco: yo antes era pesimista. Pesimista militante.
Todo comenzó cuando dejé de ser un niño. Hasta entonces yo pensaba que todo me iba a salir estupéndamente en la vida, que yo iba a triunfar en todo, que iba a partir el bacalao, ser el rey del mambo… Pensaba que el fracaso sólo les podía ocurrir a los demás, que yo había nacido para triunfar. Pensaba que las desgracias eran asuntos que sólo podían sucederles a los otros. Esa era mi forma de ver la vida con ocho o nueve años.
Pero la vida me fue enseñando que las cosas no son exactamente así: fracasos, desgracias, fallecimientos… Con el paso de los años fui comprendiendo que todo envejece y muere, que todo se deteriora por el simple paso del tiempo. Fui aprendiendo que en estado natural, todo tiende a envejecer y a estropearse. Comencé a comprender que el fracaso existe para todos, que el esfuerzo, la inteligencia, la fuerza no son garantías de éxito. Comencé a comprobar que existen personas que son realmente afortunadas, que tienen suerte, que todo les sale bien casi sin esfuerzo, gente con estrella. Y sin embargo hay otras personas estrelladas, que casi cualquier cosa que se propongan termina por salirles mal, con independencia de sus capacidades y del empeño que inviertan pongan en el asunto.
Poco a poco un pensamiento fue adueñándose de mi estado de ánimo: si las cosas siempre van a peor, si los seres vivos nacen para morir, si todo tiende a envejecer y estropearse, si el esfuerzo y las capacidades de cada uno no son garantía para el éxito… ¿por qué ser optimista? Pensaba que el optimismo era la creencia ciega de que las cosas me iban a salir bien. Así, por que sí, porque yo soy yo. Porque lo malo sólo le ocurre a los demás. Me dije a mí mismo: «¡Qué ingenuo, qué infantil es ser optimista!». Por supuesto, no me lo dije con estas palabras (yo debía de tener entonces diez o doce años).
Así es como me convertí en un pesimista militante. Tachaba de infantil y de inmaduro cualquier pensamiento optimista. «Las cosas sólo van a peor», me decía. La persona más brillante y más capacitada puede fracasar ante cualquier reto. Pensar que las cosas pueden mejorar es estúpido, es propio de niños chicos que no saben que la vida les va a tratar como a cualquier otro.
Hace unos años, sin embargo, hubo algo que me hizo cambiar, pararme a pensar. Es cierto que pensar que todo va a ir bien, por que sí, es ingenuo e inmaduro. Pero tampoco es del todo cierto que todo vaya siempre a peor. Sí, los seres vivos envejecen y mueren, pero también crecen. Es evidente que un roble es mucho más grande y fuerte que una bellota. Es cierto que las cosas se estropean si se las deja a merced de la acción del tiempo y de los elementos, pero también es cierto que uno puede luchar contra eso. No podemos evitar el fracaso, pero existen personas que parecen iluminadas por una estrella, que parece que todo lo hacen bien, que todo lo consiguen. No podemos asegurar el éxito, pero lo cierto es que tampoco podemos asegurar el fracaso.
Aquél pensamiento hizo retumbar los cimientos de mi pesimismo. Es cierto que todos envejecemos, pero también es cierto que nos cuesta creer la edad de ciertas personas, ciertas personas que se cuidan, que siguen hábitos saludables en su vida diaria, y que se encuentran en una forma física envidiable. Es cierto que todos morimos, pero también es cierto que todos vivimos, y que lo que hagas con tu vida es más importante que el hecho puntual de morir. Es cierto que todos podemos fracasar, con inependencia de nuestras capacidades y del empeño que uno le ponga al asunto, pero también es cierto que muchas veces uno puede volver a intentarlo.
A poco de pensarlo comprendí que una cosa es creer que todo te va a ir bien por que sí, y otra cosa muy distinta es pensar que te puede ir bien. Pensar que te puede ir bien, que puedes lograr algo, que puedes conseguir algo es ser optimista. Pensar que te tiene que ir bien, que es imposible que no logres algo, que no puedes no conseguir algo es ser idiota, ingenuo, inmaduro, infantil. Me di cuenta inmediatamente de que cuando era pequeño yo no era optimista, sino ingenuo e inmaduro, exactamente como cualquier niño de mi edad. Me di cuenta de que ser optimista no era pensar que todo me va a salir bien, sino que lo que me proponga me puede salir bien. Y me di cuenta de que pensar que todo me va a salir mal es exactamente tan infantil, ingenuo e inmaduro como pensar que todo me va a salir bien.
Yo me había vuelto un pesimista entre los diez y los doce años. ¿Es eso madurez? ¿Tanto había vivido como para adquirir una experiencia que fuera coherente con la vida? Mis conclusiones eran apresuradas, parciales, sesgadas, e incorrectas. En la vida las cosas pueden salir mal, incluso más allá de las capacidades personales y del empeño, del tesón y del esfuerzo que uno ponga en conseguir lo que quiera conseguir. Pero lo cierto es que sólo el que lo intenta lo consigue.
Hace unos años acuñé una frase: «puede que el infierno esté lleno de valientes, pero seguro que no hay ni un solo cobarde en el paraíso». O lo que es lo mismo: «quien la sigue, la consigue». Optimista no es el que piensa que lo va a conseguir a la primera, optimista es el que piensa que nada le va a impedir conseguirlo, por mucho que fracase antes de tener éxito. Optimista es el que piensa que los obstáculos son esas cosas tan feas que uno ve cuando aparta la mirada de la meta. Optimista es el que cuando mira un obstáculo, lo que ve no es un monstruo a superar, sino que ve sólo parte del camino que le lleva hasta el éxito.
Así que como por arte de magia, de la noche a la mañana, pasé de ser un pesimista militante a ser un optimista irreductible. El primer efecto fue casi inmediato: éxitos. En apenas un par de días tuve dos éxitos inesperados y muy jugosos. ¿Eran sólo consecuencias de mi cambio de mentalidad? Sí y no. Evidentemente no era una cuestión símplemente cambiar el chip, no se trataba de decir «ahora las cosas me pueden ir bien» para que empezaran a ir bien. No había magia en el asunto. Pero sí que el cambio de registro mental fue decisivo. La idea de que «puedo» me animó a darlo todo, a luchar hasta el final, a no rendirme, a continuar convencido de que, aunque me cayera en ese momento, me volvería a levantar y seguiría luchando por conseguir aquello que me había propuesto, de que no iba a dejar de pelear, todo eso influyó mucho en que finalmente consiguiera lo que conseguí. Y esos dos primeros éxitos fueron para mí la gloria.
De inmediato mi estado de ánimo subió como la espuma. Ya no era consciente de los fracasos, porque los veía como partes necesarias de mis éxitos. Comprendí la frase de Edison cuando inventó la bombilla: «el genio es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por ciento de transpiración». El éxito es tener un golpe de suerte -o seguramente unas condiciones apropiadas para ello- y una enorme capacidad de trabajo. Por supuesto que hay personas que parecen tocadas por la mano del destino, pero ¿son realmente personas con suerte, o es que trabajan tan a gusto que nunca se las oye quejarse? Si tu trabajo te encanta y te apasiona, seguramente nunca te sentirás como si estuvieras trabajando. Por supuesto que te puedes cansar, agotar, que puedes necesitar parar de pasar tantas horas haciendo lo mismo, pero un breve descanso te bastará para tener las pilas de nuevo a tope y continuar como si nada. Hacer lo que te gusta es una bendición, porque trabajas tan a gusto que ni siquiera eres consciente de que trabajas. Para ti es algo tan entretenido y divertido que difícilmente puedes considerar eso como «trabajo». En esas condiciones, cualquier oportunidad que surja tiene todas las papeletas para salir adelante. Tal vez las personas que parecen tener una enorme suerte son sólo personas que hacen exactamente aquello que les apasiona, y que aunque trabajan más que cualquier otra, ni siquiera ellos son conscientes de todo lo que trabajan.
Una de las diferencias más claras entre el pesimista y el optimista es su estado de ánimo. Una persona optimista parece siempre feliz. Insultántemente feliz, incluso. El pesimista, por el contrario, suele ser cínico, y hay siempre un poso de amargura en su personalidad. Está como desencantado de todo, y parece no atreverse a disfrutar plénamente de la vida. Eso cuando no se trata directamente de una persona depresiva, claro… Pero el optimista es feliz. Y aquí hay una nueva diferencia con el iluso: el iluso vive en una nube de irrealidad, una felicidad bobalicona que le hace pensar que todo es bueno, que todo es genial, y que por muchos palos que la vida le pueda dar, todo le va a ir bien. La felicidad algodonada y empalagosa del iluso que cree que todo le va a ir bien por que sí es más fe que verdadera felicidad. La felicidad del optimista es completamente distinta. Es la felicidad del éxito, la felicidad que da el ver cómo los planes se van cumpliendo, de ver cómo se alcanzan los objetivos, de ver cómo se superan los obstáculos y cómo todo el esfuerzo realizado culmina en un clamoroso momento en el que uno se dice a sí mismo: «lo conseguí».
Y llegamos a lo que, para mí, es el punto clave del optimismo: el afán de autosuperación. La consecuencia lógica de todo esto es que el optimista ve la vida como un continuo reto, como un juego al que le encanta jugar. El optimista siente que un obstáculo no es algo necesariamente malo, sino una oportunidad de sacar lo mejor de sí mismo. Hay un principio oriental -no sé si es zen o es taoísta, en cualquier caso está muy extendido por las escuelas filosóficas de ambos pensamientos- que dice algo así como que donde los demás ven una dificultad, tú debes ver una oportunidad. Esa es seguramente la clave de todo el asunto. Una persona optimista, una persona que busca el éxito a toda costa, cuando se enfrenta a un obstáculo no se plantea que eso sea un contratiempo. Un obstáculo no es una calamidad, una desgracia, algo que nos impida llegar a nuestro destino y alcanzar nuestro objetivo. Un obstáculo es sólo un reto. Un reto a nuestras capacidades (fuerza, velocidad, inteligencia, flexibilidad, etcétera). Un reto a nuestro esfuerzo, a nuestro coraje, a nuestro tesón. Es también un reto a nuestro empeño, a nuestra voluntad. Es por lo tanto un reto a uno mismo. Uno se mide a sí mismo con cada reto, con cada obstáculo. Y lo más curioso es que uno aprende de cada obstáculo. «Aquello que no me mata, me hace más fuerte», dice Nietzsche en El ocaso de los ídolos. De todo aprendes, y sales más sabio, más fuerte, preparado para volver a superar ese mismo obstáculo, o incluso otros. Eso es la autosuperación. Saber dónde estaban tus límites, y ponerlos de nuevo un poco más allá. Y eso gusta. Aquella persona que una vez ha conseguido superar sus propios límites, llegar un paso más allá de donde él creía que podía llegar, sabe perfectamente lo increíblemente bien que uno se siente al hacerlo. Para alguien optimista y con afán de autosuperación cada obstáculo es un reto, un juego, una oportunidad que la vida te pone delante para hacerte sentir un triunfador. Ahí está la clave de esa felicidad casi lujuriosa y obscena que sentimos los optimistas: es esa mezcla de seguridad en uno mismo que da la experiencia de haber salido victorioso de muchos obstáculos difíciles y ese cosquilleo en la barriga que te da en enfrentarte a un nuevo reto, que más tarde o más temprano termina por convertirse en un nuevo momento de éxito.
Darwing propuso que el mecanismo de la vida responde a una ley muy simple, el principio de adaptación natural: «sólo los mejores adaptados sobreviven». ¿No será acaso ese afán de superación la expresión psicológica de alguien dispueto a adaptarse a cualquier medio? Yo estoy convencido de que es así. Y puede ser que el optimismo no sea otra cosa que la expresión de nuestro subconsciente del deseo de adaptarse perfectamente al nuevo medio. El pesimista suele ser una persona que tiene unos ciertos valores morales, que ve que la sociedad que le rodea ha perdido esos valores y que el mundo va camino del desastre -ya sea moral o ya sea desastre general-. Es la expresión intelectual de alguien que se aferra a unas circunstancias pasadas, a un entorno que ha cambiado y ya no es el que era. Es, por definición, un inadaptado. El principio de adaptación natural va a tender a expulsarlo. El optimista, en cambio, con sus ganas de triunfar y su tesón, se adapta a cualquier nueva circunstancia en pro de conseguir sus objetivos. Es, por definición, alguien que se adapta al nuevo medio que le rodea, y por el principio de selección natural, tiene muchas más posibilidades de sobrevivir.
El optimismo, para mí, no es pues una cuestión de creer que todo me va a ir bien por que sí, porque yo soy yo. El optimismo, para mí, es pensar que puedo, que tengo posibilidades, y luchar sin descanso por conseguir aquello que me propongo. Es también el combustible que alimenta el afán de autosuperación, las ganas de salir adelante, de no achantarse frente a las dificultades, de demostrarse a uno mismo que puede, y que puede más allá de lo que uno mismo creía. Es la expresión última de la adaptación natural. Es la religión de las personas de éxito, de aquellos que creen en sí mismos.




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